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Juan Manuel Gentili
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Un oasis para detenerse

Fragmento de diario personal (15/11/2025 → 15/12/2025)

La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo.

Dylan Thomas

Hermanos

Después de un año de comerse las uñas, de batallar contra el fomo de las redes sociales que no paraban de mostrar videos de los hermanos haciendo gestos en el escenario o de las miles y miles de personas saltando, cantando, llorando en distintos estadios a lo largo del mundo, llegó el día. Llegó el día en el cual vi, como dicen, “live”, a la banda de mi adolescencia. Oasis en River Plate, gira 2025.

Leí en X a un fan que puso, luego del show, que el devenir del tiempo es injusto e implacable: cuando ocurren hitos, hechos que dan vuelta como una media la vida de personas, que mueven ciertos pisos, ciertas estructuras, no está bien que al día siguiente todo siga avanzando como si nada. Exigimos un parate. Lo que no tenga que ver con el hecho en sí tiene que cesar, abruptamente, dar paso a un período de reflexión, de procesamiento. Porque los hitos dejan eco. Inmediatamente después de presenciarlos, no entendés nada. Quedás con un gusto amargo que no podés explicar y no sabés de dónde viene. El tiempo lo sedimenta, lo masera, lo añeja, lo convierte en inteligible, expresable.

Volví de Buenos Aires en modo avión. Después del recital se gestó una tristeza, un vacío, unas ganas de llorar contenidas en el patio trasero de mi cabeza que no podía entender. Llegué a casa y automáticamente las enredaderas de las responsabilidades de la vida cotidiana empezaron a poblar el jardín de mi cerebro. El tic-tac del reloj, invencible: el trabajo con sus pendientes pre-recital que ahora eran urgencias, obligaciones con fecha de vencimiento próxima para una mudanza deseada pero estresante, las mascotas, los gastos, el mantenimiento general de la vida. El constante sostener, para evitar que todo se vaya al carajo. Pero ese fondo del jardín requería algo de mí que las enredaderas no terminaron de apagar: sentate a escribir, sentate a escribir. Intentá procesar, intentá poner en palabras lo que sea que haya pasado en esas dos horas de rocanrol británico argentinizado al palo.

El miércoles posterior logré hacerme unos minutos para vomitar palabras en mi diario personal. Algo salió, algo quedó trunco. Borradores. Reflexiones eléctricas, sin forma. Y la enredadera constantemente intentando tumbar la puerta, avanzando de a poco con lianas y hojas en los milímetros de espacio entre marco y abertura.

Hoy, veinte días después del evento, cerca del fin de un año que fue un chasquido de dedos, me encuentro en un avión rumbo a la tierra de los Gallagher por motivos laborales, repensando qué pasó esa noche. Me estoy moviendo a través de los usos horarios por el Atlántico, parece que la relación con el tiempo es distinta: se detiene, es un paréntesis, justo lo que reclamábamos. Nadie te solicita, el teléfono deja de ser un sonajero. El tiempo tiene aroma. Se puede degustar el vino chileno que sirven las azafatas.

Estar ocupado es señal de status, dicen hoy en día, más que las vacaciones, que el tiempo de recreación. Jugar a ser adulto, a tener mil cosas que hacer. Pero ese juego se puede ir fácilmente de las manos. La seriedad del juego, en especial del compulsivo. Diez años atrás, escuchaba Stay young y Live forever hasta que los tímpanos decían basta. El mensaje era claro: una oda a la juventud, a la inmortalidad de las almas nuevas, no contaminadas por el dolor del mundo adulto. Las fotos de todos los próceres del rock and roll pasando por las visuales de Oasis en Maine Road 96, la mayoría murió a los 27, hasta hicieron un club. Yo tenía un “club” con dos amigos de toda la vida, el grupo más viejo de mi WhatsApp: Artaud. Le pusimos ese nombre porque una tarde vaciamos nuestras billeteras de púberes para comprar, entre los tres, el disco de Pescado Rabioso. Siempre jodíamos con el Club de los 27, que si llegábamos o no. Cuando finalmente los cumplimos, festejamos. Soportamos la vida.

Hoy se romantiza la juventud eterna, el miedo a envejecer se volvió patológico: longevity hacks, colágeno, medicalización del consumo. Contribuyeron Stay young, Fade Away y Live forever a esa tendencia? No sé, creo que el quid de la cuestión no era ser joven para toda la vida y durar ciento cincuenta años, todo lo contrario, la cosa estaba en vivir tan intensamente que el fuego de tu existencia deje una marca imborrable en la memoria de los demás. Como decía Hunter H. S. Thompson: La vida no debería ser un viaje a la tumba con la intención de llegar a salvo con un cuerpo bonito y bien conservado, sino llegar derrapando de lado, entre una nube de humo, completamente desgastado y destrozado, y proclamar en voz alta: Vaya viajecito!

No sólo es una señal de status, sino de tener una especie de rumbo en la vida. De seguir alguna dirección con el pecho convencido. De andar sobre el camino, todo bajo control. De diferenciarse de las almas perdidas. Ojo, sé lo que hago, hacia dónde voy. Sé cuál es mi norte. Mi yo de quince, dieciséis años que escuchaba Listen Up o The Masterplan en el balcón semicircular de mi pieza en la casa de mis viejos no corría con esa suerte: el mundo se ofrecía como un cúmulo de pequeños caos que, unidos unos a otros generaban un caos aún mayor, superlativo. Todo era confusión: navegar las inseguridades de las primeras relaciones, intentar comprender lo que a uno le rodea, luchar contra los fantasmas, la ansiedad, el hambre de gloria, encaminar los sueños. Se podría decir que, quince años después, cuento con una realidad más estable en términos pragmáticos: mi carrera profesional camina bien, me encuentro en una empresa y en un rubro en el cuál el impacto es plausible, hay demanda y también recompensa. Además, la estabilidad de una relación duradera te otorga la posibilidad de intentar proyectar a largo plazo, aventurar y llevar a cabo ideas definitivamente adultas. Pero cada vez que todo parece marchar sin sobresaltos, sin la necesidad de aceitar las fricciones (”life is automatic”), recuerdo a ese adolescente con problemas existenciales, sin duda mucho más sufrido y vulnerable a los estímulos externos que esta versión 2.0, refugiándose de la crisis de identidad con una idolatría a la personalidad fuerte de Liam, y reconozco una verdad más profunda en su condición: por más que el mundo te distraiga con su fancy stuff y zanahorias que se reinventan, por más que la experiencia y los caminos recorridos dispersen algunos miedos, la confusión, la certeza de estar perdido, la mortalidad inevitable siempre están corriendo, implacables, en segundo plano. Y hay cierto regocijo, cierta libertad en la aceptación de ese destino que no se puede quebrar. Como dice Dylan en Like a rolling stone“when you have nothing, you have nothing to lose” (aunque también dijo, en Tryin’ to get to heaven“When you think you’ve lost everything, you find out that you can always lose a little more”, pero es tema de otro post). Todo pende de un hilo y en ciertos aspectos, ese pequeño adolescente adolesciendo lo tenía más claro y a flor de piel que muchos grandes en modo automático.

El tiempo pasó y la impredictabilidad del mundo terminó jugando a favor. En su momento, no era descabellado asignarle más probabilidad a la caída de un meteorito que nos extinga como a los dinosaurios que a la posibilidad de una reunión de Oasis. Nunca le puse muchas fichas, pesimista por default. Entonces, esa escucha fue desde el principio nostálgica, huérfana. Los hermanos separados eran un lazo de unión con mi hermana, fanatismo compartido. River 2009 fue experimentado a través del filtro YouTube pixelado, Noel en el Metropolitano de Rosario y Liam en el Movistar Arena fueron ecos emotivos pero insuficientes, más mapa que territorio. Como la vida te sorprende para mal, también lo puede hacer en el sentido contrario. Quién lo hubiera imaginado? Ni en los sueños más húmedos de ese púber fumando en el balcón y mirando las estrellas mientras se inyectaba ego artificial con Supersonic o Cigarettes & Alcohol, o melancolía con el fatídico MTV Unplugged. Recuerdo que tenía un post-it pegado en la pared de mi pieza, con una frase de Melville escrita a mano: “Mantente fiel a los sueños de juventud”. No sé si la cumplí a rajatabla en todos los aspectos, pero éste era definitivamente uno de ellos.

Oasis: paraje aislado en el desierto en el que hay agua y crece la vegetación. Es de noche en el medio del Océano Atlántico, las luces están apagadas, la mayoría de los pasajeros duermen. El único brillo es el de la pantalla de mi notebook, el único sonido el de las teclas siendo presionadas. Este avión es un oasis sobre el océano. Como el caminante que se topa con el lago misterioso tiene que hidratarse y seguir su camino, en unas horas, voy a tener que dejar este avión y entrar, de nuevo, en las cañerías retorcidas de la vida cotidiana. Otro usuario de X posteó que amaba a los gordos Oasis: el lunes iban a volver a ser contadores, monotributistas, abogados, a tener vidas aburridas, pero por un fin de semana todos fueron lo mismo, todos fueron supersónicos. Supersónico el puntapié inicial de River que llamó a la necesidad del cuarto propio, de la isla retrospectiva.

El agua del oasis está templada, no cuesta meter el primer pie. El mundo puede esperar.